LA
LUZ DEL MUNDO
Kaya
ahora, , necesito kaya ahora,
Necesito
Kaya ahora,
Porque
cae la lluvia.
—Bob
Marley
Marley
cantaba rock en el estéreo del autobús
y
aquella belleza le hacía en voz baja los coros.
Yo
veía dónde las luces realzaban, definían,
los
planos de sus mejillas; si esto fuera un retrato
se
dejarían los claroscuros para el final, esas luces
transformaban
en seda su negra piel; yo habría añadido un pendiente,
algo
sencillo, en otro bueno, por el contraste, pero ella
no
llevaba joyas. Imaginé su aroma poderoso y
dulce,
como el de una pantera en reposo,
y
su cabeza era como mínimo un blasón.
Cuando
me miró, apartando luego la mirada educadamente
porque
mirar fijamente a los desconocidos no es
de buen gusto,
era
como una estatua, como un Delacroix negro
La
Libertad guiando al pueblo, la suave curva
del
blanco de sus ojos, la boca en caoba tallada,
su
torso sólido, y femenino,
pero
gradualmente hasta eso fue desapareciendo en el
atardecer,
excepto la línea
de
su perfil, y su mejilla realzada por la luz,
y
pensé, ¡Oh belleza, eres la luz del mundo!
No
fue la única vez que se me vino a la cabeza la frase
en
el autobús de dieciséis asientos que traqueteaba entre
Gros-Islet
y el Mercado, con su crujido de carbón
y
la alfombra de basura vegetal tras las ventas del sábado,
y
los ruidosos bares de ron, ante cuyas puertas de brillantes colores
se
veían mujeres borrachas en las aceras, lo más triste del mundo,
recorriendo
a tumbos su semana arriba, a tumbos su semana abajo.
El
mercado, al cerrar aquella noche del Sábado,
me
recordaba una infancia de errantes faroles
colgados
de pértigas en las esquinas de las calles, y el viejo estruendo
de
los vendedores y el tráfico, cuando el farolero trepaba,
enganchaba
una lámpara en su poste y pasaba a otra,
y
los niños volvían el rostro hacia su polilla, sus
ojos
blancos como sus ropas de noche; el propio mercado
estaba
encerrado en su oscuridad ensimismada
y
las sombras peleaban por el pan en las tiendas,
o
peleaban por el hábito de pelear
en
los eléctricos bares de ron. Recuerdo las sombras.
El
autobús se llenaba lentamente mientras oscurecía en la estación.
Yo
estaba sentado en el asiento delantero, me sobraba tiempo.
Miré
a dos muchachas, una con un corpiño
y
pantalones cortos amarillos, una flor en el cabello,
y
sentí una pacífica lujuria; la otra era menos interesante.
Aquel
anochecer había recorrido las calles de la ciudad
donde
había nacido y crecido, pensando en mi madre
con
su pelo blanco teñido por la luz del atardecer,
y
las inclinadas casas de madera que parecían perversas
en
su retorcimiento; había fisgado salones
con
celosías a medio cerrar, muebles a oscuras,
poltronas,
una mesa central con flores de cera,
y
la litografía del Sagrado Corazón,
buhoneros
vendiendo aún a las calles vacías:
dulces,
frutos secos, chocolates reblandecidos, pasteles de
nuez,
caramelos.
Una
anciana con un sombrero de paja sobre su pañuelo
se
nos acercó cojeando con una cesta; en algún lugar,
a
cierta distancia, había otra cesta más pesada
que
no podía acarrear. Estaba aterrada.
Le
dijo al conductor: «Pas quittez moi a terre»,
Qué
significa, en su patois: «No me deje aquí tirada»,
Qué
es, en su historia y en la de su pueblo:
«No
me deje en la tierra» o, con un cambio de acento:
«No
me deje la tierra» [como herencia];
«Pas
quittez moi a terre, transporte celestial,
No
me dejes en tierra, ya he tenido bastante».
El
autobús se llenó en la oscuridad de pesadas sombras
que
no deseaban quedarse en la tierra; no, que serían abandonadas
en
la tierra y tendrían que buscarse la vida.
El
abandono era algo a lo que se habían acostumbrado.
Y
yo les había abandonado, lo supe allí,
sentado
en el autobús, en la media luz tranquila como el mar,
con
hombres inclinados sobre canoas, y las luces naranjas
de
la punta de Vigie, negras barcas en el agua;
yo,
que nunca pude dar consistencia a mi sombra
para
convertirla en una de sus sombras, les había dejado su tierra,
sus
peleas de ron blanco y sus sacos de carbón,
su
odio a los capataces, a toda autoridad.
Me
sentía profundamente enamorado de la mujer junto a la ventana.
Quería
marcharme a casa con ella aquella noche.
Quería
que ella tuviera la llave de nuestra cabaña
junto
a la playa en GrosIlet; quería que se pusiese
un
camisón liso y blanco que se vertiera como agua
sobre
las negras rocas de sus pechos, yacer
simplemente
a su lado junto al círculo de luz de un quinqué de latón
con
mecha de queroseno, y decirle en silencio
que
su cabello era como el bosque de una colina en la noche,
que
un goteo de ríos recorría sus axilas,
que
le compraría Benin si así lo deseaba,
y
que jamás la dejaría en la tierra. Y decírselo también a los otros.
Porque
me embargaba un gran amor capaz de hacerme
romper
en llanto,
y
una pena que irritaba mis ojos como una ortiga,
temía
ponerme a sollozar de repente
en
el transporte público con Marley sonando,
y
un niño mirando sobre los hombros
del
conductor y los míos hacia las luces que se aproximaban,
hacia
el paso veloz de la carretera en la oscuridad del campo,
las
luces en las casas de las pequeñas colinas,
y
la espesura de estrellas; les había abandonado,
les
había dejado en la tierra, les dejé para que cantaran
las
canciones de Marley sobre una tristeza real como el olor
de
la lluvia sobre el suelo seco, o el olor de la arena mojada,
y
el autobús resultaba acogedor gracias a su amabilidad,
su
cortesía, y sus educadas despedidas
a
la luz de los faros. En el fragor,
en
la música rítmica y plañidera, el exigente aroma
que
procedía de sus cuerpos. Yo quería que el autobús
siquiera
su camino para siempre, que nadie se bajara
y
dijera buenas noches a la luz de los faros
y
tomara el tortuoso camino hacia la puerta iluminada,
guiado
por las luciérnagas; quería que la belleza de ella
penetrara
en la calidez de la acogedora madera,
ante
el aliviado repiquetear de platos esmaltados
en
la cocina, y el árbol en el patio,
pero
llegué a mi parada. Delante del Hotel Halcyon.
El
vestíbulo estaría lleno de transeúntes como yo.
Luego
pasearía con las olas playa arriba.
Me
bajé del autobús sin decir buenas noches.
Ese
buenas noches estaría lleno de amor inexpresable.
Siguieron
adelante en su autobús, me dejaron en la tierra.
Entonces,
un poco más allá, el vehículo se detuvo. Un hombre
gritó
mi nombre desde la ventanilla.
Caminé
hasta él. Me tendió algo.
Se
me había caído del bolsillo una cajetilla de cigarrillos.
Me
la devolvió. Me di la vuelta para ocultar mis lágrimas.
No
deseaban nada, nada había que yo pudiera darles
salvo
esta cosa que he llamado «La Luz del Mundo».
Derek Alton Walcott (Castries, Santa Lucía, una de las islas de Barlovento en las Antillas Menores 23 de enero de 1930-17 de marzo de 2017) fue un poeta, dramaturgo y artista visual santaluciano.
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