Del libro Memorial del árbol (2013)
Hay
soles que caen
Un ángel juguetea en el ramaje del árbol.
Es tan grande el abismo,
y tan silencioso el techo del mundo,
que nos abraza la pesadumbre,
y bebemos aguardiente,
y lloramos,
porque no entendemos
cómo Dios juega con sus dedos de piedra
entre las hojas del álamo.
El
ángel negro de la isla de Kampa
Nadie lo vio entrar en su casa. Era una fría noche de
Praga, era un poema tirado a la alacena.
Al principio, con el orgullo herido y las polillas
sacudiéndole los trajes, se acostumbró a vivir con la noche colgando de su
espalda.
Decidió el encierro porque los hombres sencillos mueren
solos.
Con la pupila altamente dilatada, Vladimír Holan,
entendió que las sombras viajan empedradas de palabras. La piedra oscura había
regresado cargada de frutos.
En aquella casa había tanto ruido, tanta miga de pan en
las esquinas.
Se dice que la luz de la ventana duraba encendida toda
la noche, en el resplandor de la vela se diseminaba el diálogo del mundo.
La claridad no se hacía esperar. Nadie y todo había en
él. La campana detenida por el lápiz, Hamlet conversando con las ruinas del
espejo, la muerte escondida en las catedrales.
Pero los años no pasan en vano. En la pesada puerta
crecía un caballo atado con alambres.
En el instante en que la voz del ángel deshizo los
colores de las cosas, cuando la tierra de los cementerios colmó de cicatrices
las estancias, pronunció estas palabras:
“Kateřina ha muerto. Hoy no ha venido nadie a
preguntar. La casa ha ocultado, al fin, todos sus ruidos.”
Memorial
del árbol
Nos susurra el viento su nostalgia de nieves
y el copetón tañe su silabario de alas.
Qué silencio es mi corteza,
y mis raíces
tejiendo la sangre de un sueño.
Hay en las rocas una sed de tormenta.
De mis brazos cayó la hoja
con la que un hombre descalzo
cubrió su sombra.
Se ha roto las muñecas golpeando mi silencio.
Mi inconmovible reposo le ha dejado
una herida imposible abierta al crepúsculo.
Ráfagas de orquídeas a las orillas del lago
expanden la soledad del abejorro.
Dos niños olfatean una bolsa de huesos.
Un bramido,
es una piedra que expira en el agua.
Arenga del hogar
I
Él siempre permanece anclado
a un lebrillo de granizo.
Ella ha decidido perpetuarse
sobre las arenas movedizas
a
orillas del sexo.
Pero también es él quien ríe más alto,
quien lleva entre la jaula una mosca de humo.
Ella sólo sobrevive
en la multiplicación de las cosas,
como la honda de una piedra
arrojada en aguas
distintas.
II
Dejar atrás los viejos rincones,
la ropa sucia,
la música
apresada en hilos de tiniebla.
Cada acto que hacemos
es un barco hundido
por la mano
de un niño.
Pero todo,
hasta lo que no
conocemos,
lo circunda la soledad
del árbol.
EN
ALGÚN lugar
el
asesino se resguarda
y aprieta el puñal.
Su
piel se descompone
en
un aleteo
de pájaros nocturnos.
Un
cuerpo sin vida
es
la cicatriz de una calle,
la oscura libertad de la noche.
CONTRA
LA ventana
un
pájaro
se
da un golpe certero.
Bebe la sed de su
alarido.
Aquieta
sus alas.
Yo
me aferro a su recuerdo
mientras olvido
la transparencia del agua,
como una cicatriz
que da vueltas por
el mundo.
LA
NOCHE
ha
llegado, por fin,
a su estado más sólido.
Intentamos
descifrar
una palabra
y
sin embargo,
todo
lo ha ofrendado
la herrumbre
de
las cosas.
La
escritura pende
del
hilo de sangre de la tierra:
sílaba
de viento,
luz
aniquilada.
Ahora,
ya
nada puede condenarnos.
El adiós
I
En la tarde,
las semillas del diente de león,
vulneradas por el viento,
se
disipan
como limadura de espejo
en la memoria.
Atrás queda la página en blanco,
la mirada imposible, lo que ya no despierta.
II
Sin rumbo,
sin regreso,
en un vacío de huesos,
el crepúsculo devora los pies del caminante.
Georg Trakl en el
ocaso
Un rostro púrpura se ciñe al abrazo calcinado de la
noche.
El espíritu oscuro de los bosques, las sombras
venenosas,
el grito moribundo de los guerreros otoñales,
cubren de opio el azulado cuerpo de espino.
Aletean los murciélagos alrededor del joven que sueña.
Se escucha un lamento crepuscular.
El niño Elis le besa la frente sangrante
y la hermana juega con alcoholes mortíferos,
deambulando entre los catres del centro hospitalario.
Qué luna más amarga,
Cuánto silencio sobrevive en el canto último del mirlo.
Tierra negra amasa una música nocturna
y se extingue un corazón huérfano de flores amarillas.
La tumba aguarda a los ángeles caídos;
un venado azul corre en delirio a la primavera.
Del libro Diabulus in musica
Johnny Cash
Enterré el puente de mi guitarra en el aire, sacudí
las polillas de mi sombra y cultivé el vapor de la música sobre el heno de los
días, a un lado de la carretera, donde los mundos se fecundan.
Jim Morrison
Desde lo alto de una duna dejo caer un cuenco que
rasga un aire extraño que acecha mi presencia. Ancianos ángeles amasan mi
saliva con arena. ¿Quién acompañará mis huellas para descifrar el verdadero
rostro de la luz?
Romper el cristal. No hay noche más fría. El nombre
del desierto me persigue. Las puertas se derrumban.
Con el hueso roto del coyote buscaré mis años perdidos
junto a un demonio que trepa por el antiguo imperio del cielo.
John Bonham
En el grito del árbol encontrarás la semilla. Mi
escritura viaja al galope del viento entre los cascos del caballo. Esta tierra
se adelgaza ante el trueno del agua en el pecho de un pájaro.
He dejado al granizo sin aliento.
Pappo Napolitano
Me reconozco en el polvo del adiós, en las piedras
errantes: con un hilo de viento me hice un collar de caminos.
Dejo el diapasón de mi guitarra bañado por un rumor de
flores vestidas por la lluvia. Dejo mi amada Harley Davidson con la que probé
el peso de la fe y la pulsación de la muerte. Hay una canción de espejos y
lumbres al final de la autopista.
Nada vale más que un viejo blues cortejando las voces
aromáticas del sueño.
Stevie Ray Vaughan
Este es mi evangelio:
La soledad del universo se reduce a seis élitros de
acero; pesan como el calibre de la araña en el corazón de una rosa, zumban como
un crujir de huesos de pájaros salvajes.
Mi voz es clavicordio de agua, pentagrama de fuego, el
gesto de todo y de nadie.
La lluvia en el tejado afina el blues-rock de mi
guitarra: tormenta de hierro, piedra pluvial que inunda el refugio donde el
tiempo pliega sus doce alas.
Mi credo es la ausencia de Dios, el bostezo del cielo.
Henry Alexander Gómez
Bogotá (1982). Estudió Licenciatura en Ciencias Sociales
en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Gestor cultural, es
fundador y director del Festival de Poesía y Narrativa “Ojo en la tinta”. Segundo
Premio del IX Concurso Literario Bonaventuriano de Poesía por su libro Georg Trakl en el ocaso y accésits del
Concurso Nacional de Poesía “Si los leones pudieran hablar” (2008), Casa de Poesía
Silva. Sus poemas aparecen en los libros
Piedras en el trópico (2011) y Raíces del viento (2011). Actualmente se
desempeña como promotor de lectura y escritura en la Red Capital de Bibliotecas
Públicas de Bogotá–BibloRed y hace parte del colectivo literario y del comité
editorial de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com).
Su libro, Memorial
del árbol (2013), fue premiado en el IV Concurso Nacional de Poesía Obra
Inédita. Ganador del Premio
nacional “La poesía de la vida cotidiana” convocado por la Casa de Poesía Silva. También fue primer lugar en el concurso, “XVII Premio
Nacional de Poesía por Concurso "Ciro Mendía" 2013, con el libro: "Diabulus in música”
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